Si la pasada temporada de ópera fue muy masculina (Don Carlos, Don Giovanni, Tito, Il barbiere, Cellini, Don Pasquale, El Trovador...), este año se presenta muy femenino: La Traviata, Carmen, Tosca, La Cenerentola... y otras grandes damas van a pasearse por París esta temporada. Y la primera de ellas es Berenice, un estreno mundial que tenía muchas ganas de ver, sobre todo, porque no se estrenan muchas óperas hoy en día. Y de día ha sido la representación, un domingo por la tarde, como ya me ocurrió con Un Ballo in Maschera.
El cartel en la parte de atrás del Palais Garnier
Inspirada en la obra del mismo nombre de Jean Racine, el suizo Michael Jarrell nos ha presentado su última ópera nada menos que en el Palais Garnier. El compositor se ha encargado de la música y del libreto rescatando para el mismo algunas frases textuales de la obra original de Racine: de hecho, me tomé la molestia de leerla unos días antes de la representación y aún tenía los versos frescos en la memoria. Además también ha respetado no sólo la historia sino el tono de la misma. Si la escenografía resulta clásica, la música es muy moderna y, por suerte, muy bien construida: se inicia de una manera, continúa avanzando y, al final, vuelve a los sonidos del principio. Al ser una pieza contemporánea, había una gran profusión de percusión e instrumentos poco habituales en las óperas como bongos, xilófonos, cajas chinas, claves de madera... y también formas inesperadas de tocarlos: así los instrumentos de cuerda han sido tocados en algunos pasajes en pizzicato y el timbal raspado con un cepillo. Y, ¿cómo puedo saberlo? Porque mi butaca estaba en el gallinero pero bien centrada de manera que lo he visto todo, desde muy lejos, pero todo. En conclusión diré que la música me ha gustado mucho pero reconozco que no es apta para todos los públicos.
Y hablando de públicos, en mi zona había un montón de niños lo que me ha sorprendido puesto que ni la obra de teatro ni la ópera me parecen apropiadas para menores, al menos, no tan pequeños como los que me rodeaban. Debo decir que los críos se han portado muy bien, no así sus acompañantes que no paraban de hacer comentarios y de dar la lata. Otro asunto interesante es el espacio, escaso, para las localidades: no me cabían mis largas piernas y, justo en los riñones, había un tablón que me obligaba a estar con la espalda tiesa como si me hubiera tragado un paraguas. Es una suerte que la ópera sólo haya durado una hora y media porque no sé si hubiera aguantado más tiempo.
Respecto a la puesta en escena, corre a cargo de Claus Guth y es muy sobria: tres estancias palaciegas de estructura clásica pero modernizada en las que los personajes están en el mismo espacio pero separados. Se trata de una forma de expresar su cercanía física pero la lejanía de sus sentimientos ya que ninguno de ellos se atreve a expresarlos abiertamente. La reina Berenice ha llegado a Roma para celebrar sus esponsales con el emperador Tito Vespasiano pero el matrimonio no llega a producirse. Si en La Clemenza di Tito ya vimos la renuncia del emperador al amor por la obligación, en la presente se nos cuenta cómo ocurre todo desde la perspectiva de la infortunada novia. La base de los tres espacios es interesante pero otros trucos escénicos, como los juegos de puertas, están ya muy trillados. La escenografía (que podéis ver aquí) no es sobresaliente pero tiene buenas ideas así que le doy un aprobado alto. La dramaturgia, de Konrad Kuhn, es otro tema. Como suele ser habitual en estos tiempos, se quiere convertir a los cantantes no sólo en actores sino también en bailarines y hasta en acróbatas. Un exceso de movimientos, algunos rayanos en lo circense, perturbaba la buena comprensión de la psicología de los personajes: los tres protagonistas principales viven callando sus sentimientos y renunciando a su felicidad por el deber así que habría sido necesaria un poco más de mesura y no convertirlos en unos histéricos o neuróticos como lo parecían en ciertos momentos. Así pues la dirección de actores estuvo regular.
Ahora, hablemos de lo que más importa: las voces. En primer lugar, debo decir que es una ópera moderna de las que se cantan en lo que se llama parlando. El canto ha estado muy bien, a mi juicio, perfectamente cohesionado con la música y permitiendo a los cantantes los lucimientos vocales justos y necesarios. El rol titular ha sido cantado por la canadiense Barbara Hannigan, una soprano especializada en óperas contemporáneas. Su voz es clara y firme; su francés, muy correcto y su presencia escénica, destacable. No tiene miedo a las acrobacias físicas (contorsionismos, saltos, equilibrismos...) que son una constante en sus representaciones. También tiene mucho gusto cantando, de hecho, ha dejado un par de pianissimi muy bellos en los momentos más dramáticos. Muy aplaudida, claro.
La impresionante vista nada más entrar
Dicen las lenguas malintencionadas que cuando un cantante de ópera ya no tiene la capacidad para cantar el repertorio tradicional tiene que buscar alternativas como la ópera barroca, la moderna o la exótica. Éste parece ser el caso de Bo Skovhus, el barítono danés que interpretaba al desdichado Tito. Su actuación me ha parecido correcta y sus agudos, brillantes. No se puede decir lo mismo de los graves que han sonado faltos de lustre y que, por momentos, eran inaudibles. En la zona media se le notaba más cómodo y podía lucir sus mejores armas. Además cada día está más guapo y más cachas.
En las ropas de Antíoco, otro barítono, Ivan Ludlow ha realizado una actuación magnífica, la más aplaudida si no me equivoco. No recuerdo ninguna ópera que no tenga un tenor entre los papeles protagonistas, especialmente, entre los roles de enamorado. Esto es lo que ocurre en Bérénice. Aquí el triángulo amoroso está formado por una soprano y dos barítonos lo que quizá nos quiera decir que los dos son personajes de la misma edad y la misma dignidad y que ambos deben renunciar al amor por el deber. El doliente Antíoco no se atreve a expresar su amor a la bella reina pero, en realidad, es el primero que abre su corazón y, por tanto, quien desencadena la acción. Su voz, además de ser muy bonita, sonó fenomenal y muy matizada, potente y ágil. Bravo.
También muy bien el bajo Alastair Miles que interpretaba al fiel Paulin, voz del deber, y el Arsace del tenor Julien Behr, voz de los sentimientos. El primero acompaña a Tito y el segundo, a Antíoco. Acompañando a la reina, estaba Phénice, un papel hablado a cargo de Rina Schenfeld que declamaba en hebreo, para recordarnos que la novia viene de Palestina. Por cierto, aquí pongo el lunar de la noche y es que la actriz llevaba micrófono. ¿Alguien se imagina al Pachá Selim o a la Duquesa de Krackenthorp con un micro en la solapa? Pues eso, muy mal, inadmisible.
La dirección de Philippe Jordan estuvo muy bien y la orquesta sonó perfectamente ensamblada con los cantantes. Se escucha claramente que los músicos han trabajado muchísimo en la preparación de la misma. Mención especial merecen los numerosos percusionistas que se empleaban en esta ópera. Les doy a todos un 10. Y otro al teatro por ser valiente y programar una novedad. Aunque el repertorio clásico nos encanta también hay que estar abierto a escuchar otras cosas para que la ópera no muera o, peor, se quede acartonada y fosilizada y, al final, despreciada por el público. Sólo el tiempo dirá si ésta de hoy es una gran ópera o una más.
La tonta publicidad del metro
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