domingo, 12 de noviembre de 2017

Don Carlos

Gracias a Tristan por pensar en mí

Han corrido ríos de tinta hablando de la nueva producción del Don Carlos de Verdi en la Bastilla. No sólo se trataba de la primera versión completa que se representaba en París en 20 años, sino también de una nueva puesta en escena y un reparto de campanillas. Un enorme presupuesto para una empresa que les venía un poco grande: no han acertado del todo ni en el estilo ni en la orquestación ni en el objetivo de la propuesta. Especialmente vergonzante ha sido la escenografía creada y dirigida por el polaco Krzysztof Warlikowski y que ha desatado una oleada de críticas y tremendos abucheos por parte del público.


Ese wáter del centro de la imagen resume muy bien toda la puesta en escena

No empieza mal con una especie de flash-back: el príncipe Carlos, heredero del trono de España, rememora su fallido compromiso matrimonial con la princesa Isabel de Valois y cómo ella acabó convirtiéndose en la esposa de su padre. Estos recuerdos incluyen también los desprecios y faltas de confianza de su regio padre hacia él. Por supuesto, la historia no tiene nada que ver con la realidad: Carlos de Austria no era un galán romántico sino un perturbado que lanzó a varias personas de su corte por la ventana, torturaba animales y fue uno de los primeros casos conocidos de anorexia, incluso hizo huelga de hambre en varias ocasiones. Pero su estado mental no fue la única consecuencia de la salvaje consanguinidad de su familia (era hijo, nieto y bisnieto de primos hermanos): también sufría graves problemas de salud física e intelectual, siendo cojo, jorobado, cabezón y teniendo graves problemas de aprendizaje: no habló hasta los cinco años y a duras penas consiguió leer y escribir. La ópera está basada en el drama de Friedrich von Schiller que recoge algunos elementos de la leyenda negra de Felipe II según la cual el rey habría matado a su primogénito por estar enamorado de segunda esposa y ésta de él. Es todo falso pero tanto la obra de Schiller como la ópera de Verdi son preciosas y por eso nos gustan.

El programa de mano

En este inicio de la ópera ya padecemos la horrible, cutre y pobretona puesta en escena de Warlikovski: mientras el príncipe se lamenta, vemos una novia vestida con la versión bazar chino del mítico vestido nupcial de Grace Kelly, de hecho, todo el vestuario recuerda un poco los años dorados de Hollywood. Es una lástima que la puesta en escena sea tan fea lo que crea un dramático contraste con la belleza de la música.

El príncipe llora; nosotros también tenemos ganas de llorar viendo el decorado

Aunque se ha prescindido del ballet que daba comienzo a la obra, podemos disfrutar los bonitos dúos Elisabet y Carlos y de Carlos y el marqués de Posa, uno de mis favoritos de la historia de la ópera, aunque en francés pierde prestancia y dramatismo. El segundo acto comienza con una escena de esgrima con tintes lésbicos claramente copiada, en el fondo y en la forma, de la que protagoniza Madonna en la película del agente 007. Será por eso que es de lo poco reseñable estéticamente de toda la obra.

Esgrima en un gimnasio sáfico: hasta yo me cambiaba de acera para oír de cerca a Elina Garanca.

Aquí empieza ya el núcleo de la acción que anda parejo al sinsentido estético: el dúo de Posa con el Rey parece una especie de pelea de gallos, el dúo entre Carlos y Éboli es absurdo y carece por completo de romanticismo y el trío entre Carlos, Posa y Éboli cuando ésta descubre el amor de Carlos, tiene una gran fuerza dramática pero se pierde con la actuación que más parece una pelea de un patio de vecinos que una intriga palaciega. Es una lástima porque las traiciones e intrigas son uno de los puntos fuertes de las versiones francesas en contraposición a las italianas que son un melodrama.

El intenso y romántico dúo Io vengo a domandar... se queda en Je viens solliciter: el sofá de psicólogo y la frialdad del francés convierten la escena en una vulgaridad sin emociones, como si Carlos estuviera pidiendo un préstamo en el banco

Pero lo peor viene a continuación cuando la reina aparece vestida de gala y el rey borracho y descamisado: se trata de la escena más famosa de esta ópera: el auto de fe, ahora convertido en una mezcla entre coro de iglesia luterana y palco de las carreras de Ascot con los protagonistas vestidos de soldaditos de plomo y las señoras con pamelones y tocados de gran volumen. Por suerte, la preciosa música de Verdi nos hace olvidar el disparate que estamos viendo.

Después del auto de fe, ya nada sorprende al espectador pero es una pena que el aria Elle ne m'aime pas quede tan fría y sin sentimiento y no por falta de medios del cantante sino por la situación general. Tampoco ayuda que el director musical, Philippe Jordan haga dos pausas larguísimas (parece ser una moda en la ópera actual porque lo he visto en varias óperas del Youtube), una antes de la cabaletta y otra antes del final. Otro problema añadido de esta puesta en escena, es que Felipe canta el aria metido en una caja al fondo del escenario, lo cual no resulta  nada cómodo, se oye mal y queda ridículo en un escenario tan enorme como el de Bastilla: vemos a un Felipe II como un burgués de pacotilla borracho, otra vez, lloriqueando y tirado por el suelo. Parece difícil de creer que ése sea el rey de un Imperio en el que nunca se ponía el Sol. Más chocante aún que llega el Gran Inquisidor, con aspecto de mafioso ruso, de visita a las tantas de la madrugada. A continuación, una escena de celos que nos deja, por fin, una idea interesante: un juego de puertas en el que se desvelan y se guardan secretos. Es apenas un esbozo pero aporta algo a la trama. Y el lamento de Éboli, desterrada por la reina.

El Siglo de Oro español tirado por los suelos

En el último acto, vemos la jaula donde está encerrado Carlos como si fuera un animal salvaje. Y la muerte del Marqués de Posa, un momento maravilloso para nuestros oídos pero no para el pobre marqués, recién ascendido a duque, que se canta un aria con dos estrofas en la cabaletta. El otro gran personaje secundario, la princesa de Éboli, subleva al pueblo antes de partir al convento y, a continuación, un dúo amoroso entre la reina Elisabet y su hijastro/enamorado Carlos. El escenógrafo se saca de la manga un final a lo Romeo y Julieta con la reina tomando un veneno y el infante pegándose un tiro. No sin antes hacer levantarse de su tumba al zombie de Carlos V, quien se lleva a su nieto con él. Muy propio este detalle dado que se estrenó la ópera poco antes del Halloween. 

Un zombi se lleva el alma del príncipe: esto ya lo habíamos visto en algunas representaciones de Don Giovanni

En lo meramente musical, Philippe Jordan ha estado muy valeroso en su propuesta y nos ha regalado una dirección enérgica, muy intensa, a ratos parecía que estaba haciendo esgrima con la batuta. La orquesta sonó perfectamente ensamblada como un mecano perfecto y con grandes prestaciones de los solistas (flauta, oboe, cello, percusión...). La organización nos ha recalcado que la representación es completa pero no es cierto ya que falta el ballet de La Peregrina. Aún así, no importa: ésta es la versión original de 1866 que sufrió cortes, censuras y cambios de todo tipo y Jordan hizo que la orquesta sonase maravillosa. Además es positivo que esta orquesta empiece a atacar repertorios que le son ajenos como la gran ópera francesa. ¡Qué paradoja!

Como vi la retransmisión en directo retardado que ofreció la cadena ARTE por la tele el pasado 19 de octubre, ya acudí al teatro sobre aviso de lo que iba a ver. Lo que iba a ver, desde muy lejos y un poco escorada, claro. Pero no sabía lo que iba a oír puesto que mi función, la última, la representa el segundo reparto. Aunque permanecen los comprimarios junto con el rey y el Marqués de Posa, la reina, el príncipe y Éboli son otros cantantes.

Bonita fotografía

Empecemos por el rol titular, Don Carlos, que es un papel muy desagradecido porque se canta casi toda la ópera pero no tiene un aria individual de lucimiento para recibir los aplausos del público. El checo Pavel Cernoch sonó juvenil y apropiado para el papel. Me gustó más que el tenor del estreno, el inefable Jonas Kaufmann, que, si bien ha superado su ya larga crisis vocal, estuvo fuera de estilo, sin trino, cantando casi todo en forte y con una dicción regular tirando a mala y muy afectada.

El papel de la reina Élisabeth, lo cantó Hibla Gerzmava: potente, romántica, la voz siempre bien colocada, emotiva pero correcta en la actuación. Muy bien también la soprano de la primera distribución, Sonia Yoncheva. La otra dama de la obra, la intrigante Princesa de Éboli, fue interpretada por Ekaterina Gubanova, muy segura tanto en los graves como en los agudos, menos sensual que la otra Éboli (Elina Garanca) pero muy acertada en su trabajo. Fenomenal el rey, el ruso Ildar Abdrazakov, muy aplaudido y haciendo un rey muy humano, a pesar de la puesta en escena que lo convierte en un borracho maltratador. Gran marqués de Posa de Ludovic Tézier, uno de los más aplaudidos, con una voz muy apropiada al personaje e interpretado con mucha dignidad. También el Inquisidor de Dmitry Belosselskiy estuvo genial, con una voz muy impactante. Y también el resto de comprimarios (el Conde de Lerma, la Voz, el Monje, Thibault).

Me impactó enormemente el coro ya que pocas veces he oído yo esa potencia y ese volumen en un teatro. Sonó atronador y muy equilibrado. Fue muy aplaudido en todas sus intervenciones.

Todo el elenco sale a saludar

La directora actoral fue Małgorzata Szczęśniak, la esposa y socia de Warlikovsky, que estuvo tan poco inspirada como su marido. El protagonista parece más el Carlos real que el operístico, es decir, es más un chiflado que un galán romántico. De hecho, en varias ocasiones tiene ataques de tos, temblores y gestos raros, algunos muy graciosos, como juntar las piernas como si se estuviera aguantando las ganas de hacer pis. No menos extraña resulta la reina, mostrada como una niñata pija displicente, sin el mínimo asomo de majestad. Y siempre con gafas de sol como una famosilla cualquiera, que no sé si las cantantes son capaces de ver las indicaciones del director. Aún más rudo se muestra el rey, borracho, violento y llorica. Sólo Éboli y Posa parecen guardar la compostura gestual. El príncipe convulsionando, el rey bebiendo, la reina llorando por las esquinas y Éboli seduciendo a todo lo que se mueve... no creo que Verdi aprobara esta versión de su obra. Tampoco ayuda en la expresión el idioma francés ya que resta mucha emoción a las escenas. A nivel poético, resulta más bonita la versión italiana de la obra. Pero es lógico que Bastilla quisiera recuperar la versión original francesa que hacía veinte años que no se presentaba en París.

Varios minutos después, los artistas seguían recibiendo los aplausos del público.

La noche empezó un poco fría: no hubo aplausos en el primer acto. Pero, a partir de la Canción del Velo de Éboli, comenzaron los aplausos y ya no pararon. Hubo más de quince minutos de ovación al final de la obra y los artistas tuvieron que salir varias veces a saludar. El público del patio de butacas se acercó al foso para tomar fotos y aplaudir más calurosamente a los artistas. Es la primera vez que lo veo. Como también es la primera vez que veo que el director invita al primer violín, como representante de la orquesta, a subir al escenario a recibir su merecida recompensa. En el escenario, se sucedían las muestras de cariño, besos y abrazos entre los artistas, nada divos, por suerte. Fue una gran noche y fue gracias a Tristán.

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