viernes, 3 de abril de 2015

Retrato de un gentilhombre sevillano

La zona más visitada del Louvre es el ala Denon dedicada a los maestros de la pintura italiana y española, entre otras. Una vez pasada la vorágine de visitantes que se agolpan en el área italiana y, sobre todo, en la sala de la Gioconda, llegamos a otra gran sala mucho más vacía pero también interesante ocupada por obras italianas y españolas. Cuadros de Goya, Velázquez, Ribera... y un Murillo muy especial. Más allá de sus cursis Inmaculadas y pícaros, Bartolomé Esteban Murillo pintó el retrato de Íñigo Melchor Fernández de Velasco, duque de Frías, conde de Haro, condestable de Castilla y gobernador de los Países Bajos, conocido como Retrato de un gentilhombre sevillano. La contención y elegancia del cuadro llaman la atención comparadas con las obras tenebristas que están a su alrededor. 
 
Se trata de un retrato de cuerpo entero. El hombre está de pie. Lleva los guantes en una mano y el sombrero en la otra. Su traje es de seda negra; la camisa blanca de mangas plisadas con los ribetes en negro; la gorguera y los botones, de terciopelo; las calzas atadas con grandes lazos; la capa corta, de verano; el sable en el flanco; la melena negra, larga y suelta; la mirada, penetrante y directa. No se sabe cuándo pintó Murillo este cuadro, ni siquiera, si el modelo es quien creemos que es. Parece que el hombre ahí retratado intenta decirnos algo.

Si pudiera hablar....

El cuadro de la polémica
 
No se sabe mucho de la historia del retrato en sus dos primeros siglos. Lo que sí se conoce es que a principios del siglo XX pertenecía a la marquesa de Conyngham pero, a finales de los años treinta, sus dueños eran la familia francesa de Canson. De hecho, su última propietaria legal conocida, Suzanne de Canson, falleció en 1986, a los 76 años de edad pero, un año antes, la casa de subastas Christie's había puesto a la venta este cuadro en su sucursal de Ginebra. El Louvre lo adquirió por cinco millones de francos. 
 
Parece un asunto muy normal pero no lo es. El cuadro no fue puesto a la venta por su legítima propietaria sino por su dama de compañía, Joëlle Pesnel, quien recibió el pago en una cuenta de un banco suizo. Además, unos años antes, en 1.981, el Museo del Louvre ya se había puesto en contacto con la señora de Canson con intención de comprarle el cuadro. En conclusión, el Louvre conocía la identidad de la verdadera propietaria y que el cuadro se hallaba en territorio francés. No obstante, el Museo formalizó la compra-venta con una tercera persona y en Suiza, es decir, a sabiendas de que el cuadro había salido ilegalmente de Francia. El propio ministro de Cultura de entonces, el controvertido Jack Lang, confirmó la transacción por escrito a la señora Pesnel.

Todo iba bien hasta que la hermana de la señora de Canson, Jeanne Deschamps se enteró de la adquisición del cuadro por parte del Louvre y de que su hermana, con la que llevaba 40 años sin hablarse, había fallecido. Las dos hermanas no tenían contacto entre sí desde que Suzanne se fugó de su casa el día en que estaba previsto que celebrara su matrimonio, concertado, con un primo. Pero no huyó sola: le acompañó el ama de llaves de su familia con la que mantenía una relación amorosa y con la que luego convivió durante treinta años. 
 
A partir de ahí, la señora Deschamps, única familiar y por tanto heredera de su hermana, empezó una batalla legal contra Joëlle Pesnel y quienes gestionaron la compra-venta del Retrato de un gentilhombre sevillano. Acusó a Pesnel de secuestrar y maltratar a su hermana con la intención de apoderarse de sus bienes y de venderlos ilegalmente. Un tribunal le dio la razón en la primera parte del asunto ya que Pesnel fue condenada en 1.992 a 13 años de cárcel por secuestro y malos tratos. Por contra, el abogado que intermedió entre ella y el Louvre y el conservador del museo que se encargó de la adquisición no fueron ni siquiera procesados; al contrario, éste último, Pierre Rosenberg llegó a ser presidente del Louvre pocos años después. El asunto se convirtió en un escándalo ya que se mezclaron en él los ingredientes de un culebrón: abusos y maltrato, juicios, relaciones familiares tormentosas, historias de amor rocambolescas, titulares escabrosos de la prensa sensacionalista, apropiaciones indebidas, ventas ilegales y un aprovechamiento ílicito por parte del Louvre de la situación. El cuadro se convirtió en uno de los más odiados por el estamento cultural francés y en un quebradero de cabeza para el ministro Lang y la directiva del Museo. Por supuesto, Deschamps y su hijo amenazaron con nuevas demandas y procesos judiciales pero, veinte años después, el cuadro continúa expuesto en la sala 26 del ala Denon del Louvre.


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